Allí estaba el líder, tendido en su cama, irremediablemente muerto.
Cuando subí a su habitación y lo vi., con un pantalón gris, camisa clara y corbata, con un pañuelo blanco amarrado de la barbilla al cráneo, como dormido, sentí que todo mi cuerpo se estremecía misteriosamente.
Sus hijas lloraban… La más joven lo tomaba de las manos como si fuera un niño triste, un niño muerto. Lo llamaba con frases tiernas...
Se preguntaba qué sería de ella, con tanto vacío en su corazón…
Doña Peggy, la mujer que lo acompañó en el amor y en el dolor, tenía los ojos cansados, el rostro maltratado por las lágrimas.
Me quedé petrificado mirando a Peña muerto, aún con los zapatos puestos. Se veía descansado... Jamás pensé que lo vería muerto tan temprano, jamás pensé que lo vería así, tan angelical, sin su voz de trueno, sin fuerza de huracán. Extrañé su sonrisa, dulce y honda, sencilla y tierna.
Mientras lo miraba pensaba que allí tendido descansaba un gigante, un dominicano que amó más a su país que aquellos miserables que le negaban su nacionalidad.
Pasaron dos minutos, tal vez. En realidad, no sé cuanto tiempo estuve petrificado, mirando su cuerpo, pero cuando reaccioné me pareció una eternidad. Cuando me di vuelta tropecé con Henry Mejía, quien me invitó a pasar a otra habitación donde estaban “los muchachos” José Frank y Tony que también lloraban, solos, como huyendo del dolor de los demás para que no fuera más grande su dolor.
La casa de Cambita se llenaba rápidamente. De pronto, la gente no cabía en la casa ni en sus alrededores. Parecía un hormiguero humano. Todos lloraban, hombres y mujeres. El drama era indescriptible. Un anciano caminaba de un lugar a otro, gritando como un loco, palabras que el viento de la noche repetía como un eco para golpear las conciencias de todos. Se preguntaba aquel hombre sin nombre, “¿por qué se mueren los buenos? ¡Tantos hijos de puta vivos y este hombre que era un santo, se muere! ¿Por qué? Una y otra vez: “¿Por qué? Y ese ¿por qué? emanado del pueblo se quedaba flotando en la nada golpeándonos a todos en las entrañas.
La casa se llenó de personas. No había espacio más que para el dolor.
Había que bajar el cadáver del gigante. “¡Qué salgan todos!” Gritaba Marino Mendoza, mientras Fafa Taveras, Roberto Santana y Milagros Ortiz Bosch, que era un mar de lágrimas, escoltado por su hijo Juan, hacían esfuerzos por desalojar el área.
La noche se hizo madrugada. Las estrellas dejaron de brillar. Y la luna parece haberse mudado al corazón de Peña para alumbrarle el alma.
Bajaron el cuerpo con cuidado extremo... Aquella muerte previsible, pero innecesaria, me pareció un absurdo, un disparate.
Aquella muerte tan esperada por sus enemigos y hasta por algunos “compañeros”, me pareció la última jugada. Mientras bajaban el cuerpo pensaba que se trataba de un acto de magia. Incluso pensé que Peña decidió morirse días antes de las elecciones para darle un triunfo arrollador a su partido y después aparecería diciendo: “Llegó el moreno, y llegó parao”.
Me marché de la casa dejándola sin Peña. Me acompañó la sombra del dolor. Y escribí estos versos.
Dicen que se lo llevó la muerte.
¿Será cierto?
Dicen que lo mató el corazón.
¿Será verdad?
Dicen que lo mató el cáncer.
¡No es verdad!
¿No lo habrá matado el odio?
¿No lo habrá aniquilado la infamia?
Tenía Peña un corazón muy grande, tan grande que no le cabía en el pecho,
un corazón que desbordaba toda su enorme geografía,
un corazón del tamaño del mundo,
un corazón de humanidad que sangraba y se desangraba
por su pueblo,
un corazón agradecido, incapaz de matarlo.
No. El corazón no lo mató.
¿Que lo mató el cáncer?
No. El cáncer no pudo con su voluntad de hierro, con su firmeza de acero,
con su amor por la vida.
Lo mató la infamia.
¿Qué harán ahora sus enemigos?
¿Qué harán ahora los que no le dieron tregua,
los que no le permitieron un solo minuto de paz?
¿Qué harán ahora? ¿Qué harán ahora esos miserables?
JUAN TAVERAS HERNÁNDEZ > elnacional.com.do