domingo, 6 de julio de 2008

Un hotel con 97 millones de habitaciones

Juegos, 'chat', dinero, realidad paralela... Habbo Hotel es un juego 'online' y la comunidad virtual con más éxito entre los jóvenes de medio mundo. Chicos que no pueden conocerse fuera de ese microcosmos. 'Alter egos' para siempre.

David puede ser David, dvdsnake o quien le dé la gana. Puede ser un punk deslenguado o un chaval de lo más tímido. Ahora no es eso lo que le importa.
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-Hace frío, ¿no?

La brisa le da la razón a las siete y pico de la tarde. No hace calores en esta plaza de Santo Domingo, en el centro de Madrid, con una red wi-fi que se mezcla con el viento. El chico, más callado que otra cosa, con su ordenador portátil en el regazo, se hace un ovillo. Pero se ha empeñado en darse un chapuzón. Nada un rato y se sube al trampolín. Alguien grita: "Cómo me pone la chica del bañador rojo". Ni caso. David coge carrerilla. Hace unas piruetas en el aire y cae en plancha. ¡Bum! El frío. Levanta la mirada. Nadie en bañador. Sólo asfalto. Madrid.

Lo único real es David, el frío, la plaza y la red wi-fi. La piscina y el comentario impúdico están en otro mundo. Dentro del ordenador, en Internet, en Habbo Hotel, la comunidad virtual más famosa entre los jóvenes. ¿Por qué? Porque es otra vida, simplemente. Los adolescentes se inventan allí un personaje, lo visten, le compran muebles para decorar sus salas, van a discotecas, juegan al fútbol, chatean con otros usuarios... Así pasan el rato.

Es una vida virtual. Razón de más para los 15 millones de usuarios españoles que se han lanzado a ella. La mayoría, un 68%, tiene entre 15 y 19 años. En todo el planeta son 97 millones de chavales repartidos en 32 comunidades. Países y más países, redes y más redes. En la comunicación está el asunto. Los usuarios hacen amigos que nunca podrán conocer en carne y hueso. La web podría recordar en principio a los Sims, el videojuego que rompió moldes en 2000 porque consistía en crear una vida de la nada. Habbo Hotel es más real y más social: aquí se interactúa con otros.

Y aquí david es dvdsnake, el punk de pelo cortado a cepillo. Un diseño retro, como de los ochenta, nostálgico, pixelado, infantil, pero que se queda clavado en el cerebro. La seña Habbo. El hotel está en un paisaje urbano idílico donde el cielo es azul, las nubes se mueven como en procesión, el campo está a tiro de piedra y todo es nuevo, brillante, de postal. Mientras David camina por una sala, asalta a alguien que ya conoce de otras veces:

-Hola, ¿qué pasa?

-Vamos a hacer el fiestón del siglo.

Sin pensarlo, ha entrado en una discoteca que está de bote en bote. Una chica quiere charlar con él. Musitan algunas palabras, como si ya fueran conocidos, pero él la despide pronto: "Hablamos luego, que estoy liadillo, je, je". ¿Vergüenza? Puede ser. Menos mal que el portal incluye la consola, esa máquina en la que se habla sólo con amigos, las personas que cada uno incluye en su agenda de contactos. Igual que el Messenger. Un refugio.

El dinero también suena en Habbo Hotel. No podían tardar en salir los créditos, la moneda utilizada en este juego online para comprar furnis o muebles. Exacto: se compra y se vende. Y también hay algunos que intentan engañar a los demás. La vida. David no es de ésos. Él ha montado una heladería desde la legalidad, consultando el catálogo y comprando las máquinas, las hamacas y las plantas. Cinco créditos, cada furni, que se pagan con un mensaje desde el teléfono móvil o con una llamada. Normalmente, un euro son seis créditos y a veces existen ofertas 2×1. El capitalismo, tan universal.

La obsesión por la fortuna:

-Quiero un crédito, un regalo, por favor.

El mensaje irrumpe en la pantalla y a David se le escapa una mueca: "¡Hay cada pesado!". Donde hay dinero hay trampas. Nightmare4, un usuario de algún punto de Andalucía que prefiere no dar su nombre real, está acostumbrado a encontrarse timadores. Concienciado con la honestidad, se dedica a dar consejos a los neófitos. "Explicamos las funciones del juego, cómo hay que moverse, qué puedes hacer y qué no... Hay gente que intenta estafarte: te pide que le des un objeto para cambiar por otro y luego no te ofrece nada. Incluso te pide la contraseña".

Cuestión peliaguda. Una de las primeras reglas de oro es no facilitar ningún dato personal. El código de buenas conductas del juego se denomina la Manera Habbo. Si se quebranta, adiós. El usuario puede ser alertado, sacado momentáneamente de una sala o, incluso, expulsado del hotel. Todas las zonas tienen un filtro que detecta las palabras ofensivas, los insultos, las coacciones, los comentarios racistas, sobre sexo, las direcciones de e-mail, los números de teléfono? Los signos prohibidos se convertirán en una palabra: "Bobba". Al instante. Por tanto, es imposible contactar con un usuario en la vida real, su nombre real, su cara real y su personalidad real. Toda relación se queda en comunicación virtual. En anonimato y secretismo. La otra vida.

Cambio de escenario. Raquel Álvarez, responsable del departamento de seguridad de Habbo Hotel, enarbola esos mandamientos desde su oficina en Madrid. Es uno de los 15 moderadores españoles que se turnan para pasar 24 horas al día controlando los pasos de los usuarios. Nunca se ha dado, defiende, una situación grave. El catálogo de penalizaciones es éste: dos horas expulsado por comportamiento racista, una semana si alguien intenta llevar fuera de la web a otra persona para averiguar sus datos y 30 días si pide su contraseña. "Cibersexo, expulsión permanente", remata sin ambages.

"Ah, sí, Raquel. Es la manager. Es muy exigente. Se encarga de moderar y eso", comentará un día después David. Le suena el nombre. Cuando algún famoso acude a la comunidad para charlar con los fans (han estado cantantes como Edurne, Hanna, Huecco y Carlos Baute o deportistas como el jugador de baloncesto Tunçeri), Raquel siempre está presente en el teatro. Para que no se arme un guirigay. ¿El teatro? "Vamos a verlo", grita David. Hoy no hay ningún famoso, pero la gente está ahí. Por estar. No conoce a nadie y David se aburre. "Vamos a la sala de música". Tch, tch, pum, paf, pum, tch, tch? La habitación está manga por hombro, con todos los CD por el suelo. "Estoy prisionero de tu amor", se oye una melodía machacona a ritmo de electrónica naif.

La diversión está en el aire. Aunque la educación es otra de las patas de Habbo Hotel. El portal organiza proyectos con ONG. Por ejemplo, cuando el tsunami mató a millones de personas en Tailandia y el sufrimiento salía todos los días en televisión, el director ejecutivo de Unicef dio una charla sobre la cooperación. "Habbo es un juego social", enfatiza Epifanía Pascual, responsable de la empresa en España y Latinoamérica. "Cuidamos los contenidos y la publicidad. Es un entorno divertido y seguro para pasarlo bien". Con todo, aunque Pascual es gran defensora de las nuevas tecnologías, cree que las relaciones personales "no se pueden reemplazar con personas virtuales". Personas que ni se ven ni se tocan.

El dedo en la llaga. Las sociedades de Internet pueden ser un arma de doble filo, apunta Javier Garcés, presidente de la Asociación Nacional de Estudios Psicológicos y Sociales. "Contribuyen a reducir el círculo real de los jóvenes y reemplazan las relaciones directas por unas más débiles", asegura. Preocupación para muchos padres. Y se explaya desde el otro ángulo: "A algunos jóvenes, la pertenencia al grupo virtual les ha ayudado a desarrollar su personalidad y su comunicación con los demás. La soledad les lleva a sumergirse en un mundo diferente. Lo que la Red ofrece, anonimato y desinhibición, puede hacerles sentir más seguros, liberados y aceptados en el grupo tal como son". En otras palabras, puede hacerles sentir personas.

Teletransportación. David se mete en una cabina de teléfono y aparece, por arte de magia y arte de supervivencia virtual, en otra sala. Hasta ahora ha estado poco hablador, pero ya se ha arrancado. Le recibe Croki, su mascota, moviendo el rabo. "Es un cocodrilo con 1003 años", puntualiza. El chaval le dice: "Croki, salta". Y lo hace. Le acaricia, y se mueve. No es suficiente. Debería darle más cariño, como evidencia ese cartel: "Felicidad: miserable". Le da igual. Se dirige a una sala para cambiar objetos. Allá que va, con su furni nuevo, una alfombra para volar por la Luna. Pero este fin de semana, David se marcha de Madrid y le toca hacer el viaje en transporte público. Cierra el ordenador y baja las escaleras del metro esquivando a la multitud garabateada por las prisas. Ay, vuelta a la vida real.

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